El tejado que quema
Hace poco más de un año presencié en Madrid una adaptación honesta de Dulce pájaro de juventud, sobre el regreso a su pueblo natal de un actor joven y con poco talento que utiliza su relación con una actriz madura y alcohólica para subir puestos en su carrera, y que se bate entre su pasado y su futuro con la vista puesta en un poco envidiable presente. La historia me dejó confuso, y en alguna medida intranquilo. Siempre me han gustado los finales felices, y los de Tennessee Williams no lo son como, seguramente, tampoco lo fue su vida. Sólo una persona atormentada puede describir de esa manera el tormento.
La excepción a los finales tristes de Williams es quizás La gata sobre el tejado de zinc caliente; y bienvenida sea como excepción. Sorprendentemente, estaba en el menú de películas de Iberia, y no me resistí a volverla a ver. Destacaba entre las comedias de navidad y Dos hombres y medio. Me hizo bien porque, a diferencia de la sesión madrileña de un año atrás, me quedé dormido apenas terminó. La relación ciclónica entre Elizabeth Taylor y Paul Newman esconde tras un vínculo de amor que pareciera no correspondido un argumento mucho más complejo y profundo: los rencores guardados entre un padre sobreprotector y un hijo que es capaz de ver más allá de los bienes materiales, pero que se alberga en el alcohol intentando mitigar la soledad de su pensamiento. La escena del sótano sigue siendo mi preferida: Burl Ives en bata, sabiendo que estaba en los últimos momentos de su vida, y Paul Newman semiebrio recordándole que había tratado a las personas como a los cachivaches apilados en el subterráneo, que yacían olvidados y sin importancia y que no traían ni siquiera buenos recuerdos. Lo que pudo haber terminado en una terrible ruptura se tradujo en un encuentro entre padre e hijo aplazado durante décadas. Es el talento sorprendente de Williams: dar giros imprevisibles y reconstruir desde los escombros. Es decir, la vida real. El hijo, curado de sus heridas, termina la obra queriendo ser padre. Con Elizabeth en corpiño blanco y medias de gasa la cosa no se adivina muy difícil.
Maggie la Gata, la que salta del tejado caliente, es sin saberlo el catalizador de las relaciones entre su marido y su suegro. Ella no es consciente, y Brick y su padre tampoco lo son. Pero saltando para no quemarse lo que consigue es accionar viejas palancas que repercutirán en la tensión necesaria para el desencuentro, que a su vez se torna en encuentro. Eso es lo que tiene la historia de Williams: que acaba bien, pero podría no haberlo hecho. O, en sentido contrario, el resto de sus obras podrían haber terminado bien si alguno de sus protagonistas hubiera sido capaz de saltar como Maggie. Muchas veces se trata sólo de eso, de saltar, y la Gata lo sabe hacer cuando corresponde. Por eso uno puede dormir bien cuando termina de ver la película: porque, como en la ruleta, entiende que en la vida no le toca sólo blanco o negro, sino que la bola también puede caer en cero.
La excepción a los finales tristes de Williams es quizás La gata sobre el tejado de zinc caliente; y bienvenida sea como excepción. Sorprendentemente, estaba en el menú de películas de Iberia, y no me resistí a volverla a ver. Destacaba entre las comedias de navidad y Dos hombres y medio. Me hizo bien porque, a diferencia de la sesión madrileña de un año atrás, me quedé dormido apenas terminó. La relación ciclónica entre Elizabeth Taylor y Paul Newman esconde tras un vínculo de amor que pareciera no correspondido un argumento mucho más complejo y profundo: los rencores guardados entre un padre sobreprotector y un hijo que es capaz de ver más allá de los bienes materiales, pero que se alberga en el alcohol intentando mitigar la soledad de su pensamiento. La escena del sótano sigue siendo mi preferida: Burl Ives en bata, sabiendo que estaba en los últimos momentos de su vida, y Paul Newman semiebrio recordándole que había tratado a las personas como a los cachivaches apilados en el subterráneo, que yacían olvidados y sin importancia y que no traían ni siquiera buenos recuerdos. Lo que pudo haber terminado en una terrible ruptura se tradujo en un encuentro entre padre e hijo aplazado durante décadas. Es el talento sorprendente de Williams: dar giros imprevisibles y reconstruir desde los escombros. Es decir, la vida real. El hijo, curado de sus heridas, termina la obra queriendo ser padre. Con Elizabeth en corpiño blanco y medias de gasa la cosa no se adivina muy difícil.
Maggie la Gata, la que salta del tejado caliente, es sin saberlo el catalizador de las relaciones entre su marido y su suegro. Ella no es consciente, y Brick y su padre tampoco lo son. Pero saltando para no quemarse lo que consigue es accionar viejas palancas que repercutirán en la tensión necesaria para el desencuentro, que a su vez se torna en encuentro. Eso es lo que tiene la historia de Williams: que acaba bien, pero podría no haberlo hecho. O, en sentido contrario, el resto de sus obras podrían haber terminado bien si alguno de sus protagonistas hubiera sido capaz de saltar como Maggie. Muchas veces se trata sólo de eso, de saltar, y la Gata lo sabe hacer cuando corresponde. Por eso uno puede dormir bien cuando termina de ver la película: porque, como en la ruleta, entiende que en la vida no le toca sólo blanco o negro, sino que la bola también puede caer en cero.
Comentarios
La vida de estas personas en esta Historia, no es otra cosa que la vida de muchas personas en un Continente, en un país, en una ciudad; oh nuestra propia vida.
Nunca nos arriesgamos a saltar el tejado por muchas razones; Nos da miedo, no tenemos la fuerza necesaria o sencillamente no nos interesa. Pero en el fondo queremos saltar y ver que vamos a encontrar del otro lado(nunca lo hacemos).
Siempre hacemos lo mismo. nos dedicamos a ver la vida desd un punto de vista "MATERIAL" sin darle importancia a los pequeños e insignificantes valores que la vida nos regala; Qué tontos somos; pero, Así es la vida...
Buenas palabras Rubén.
Cada quien crea su destino lo hace y construye su vida. tambien la cambia cuando gusta.