La noche más larga


Incluso con todas las celebraciones, o quizás con su colaboración, noviembre y diciembre son en este cansado hemisferio norte difíciles de avanzar y superar. La oscuridad se alarga en una tierra que se crece con la luz y mengua con el frío, y el invierno tiene como efecto que cada uno se esconda donde pueda esconderse o donde le dejen. Con el alma pasa algo por el estilo. Lo que en otro momento son fuerzas y vistas al horizonte pasan a ser reflexiones algo negras y miradas de reojo.

Es fácil sentirlo: durante la larga noche del 22 de diciembre el mal está en el auge de sus fuerzas. Más de mil años antes de nuestra era, los persas sabían que, como la materia fue creada con la antimateria, el dios del fuego y la luz sólo podía haber existido siempre con el de la oscuridad y el mal. La sustancia dual implica que todo Ahura Mazda conlleve su Angra Manyu. Durante la noche más larga, el solsticio de invierno, las fuerzas del mal campaban a sus anchas, y con la llegada del día siguiente se celebraba que una vez más había vencido el sol. De nuevo la seguridad de que llegaría la luz. Hace mil seiscientos años, los cristianos decidieron que el solsticio también debía simbolizar el nacimiento de Jesús. El cristianismo nunca ha sido muy original en esas cosas.

Pero lo cierto es que la historia no puede acabar. La llegada de la noche más larga es el fin del ciclo que empezó entre hogueras de San Juan con sabor a playa, pero a su vez nos anuncia que habrá otro primer día después de la noche más corta. Y que regresará la oscuridad. Es el momento de recordar el esqueleto barroco envuelto en el sudario que mira al vacío desde la pared inferior de Santa Maria del Popolo, bajo el cual se nos advierte neque illic mortuus; todavía está muerto allí. En efecto, la noche más larga es la de los demonios, pero sin los demonios ¿podríamos haber vivido algo alguna vez?


Comentarios

Entradas populares de este blog

Boabdil y el ciprés de la sultana

La avenida Arce y la altura paceña