El Grand Tour termina en Posidonia



"¿Qué es esto?", se preguntaba Lord Frederick North por escrito en una carta a Dampier, allá por 1753. "Entramos por una puerta que aún se mantenía sólida, y caminamos durante algunos minutos sobre un antiguo pavimento... De repente, nos golpean la vista tres edificios grandes, paralelos entre ellos, pero separados por cierta distancia". Se refería a los grandes templos que se alzan incólumes en Posidonia (Paestum para los romanos), seguramente los mejor conservador restos de arte griego del mundo. Y, atención, no están en la actual Grecia: se sitúan en el sur de Italia, a menos de cien kilómetros de Nápoles y a un tiro de piedra de esa ciudad marinera que tanto tiene que contar llamada Salerno.

Imaginémonos a los obreros de la época de Carlos de Borbón, futuro Carlos III, picando y removiendo tierra para construir la carretera hacia el Sur. Y encontrarse con los bloques de piedra que habían permanecido durante al menos seis siglos enterrados bajo tierra. Por encima de ellos pastaron todo ese tiempo las búfalas, con cuya leche se produjo, también durante siglos, ese manjar de dioses denominado mozzarella de búfala campana. En otros momentos, las cuadrillas hubieran acabado con cualquier obstáculo sólido a su paso; pero era la época de la Ilustración, el racionalismo, y había que conservar. Gracias a esa decisión, hoy en día podemos disfrutar del recinto arqueológico. Pero no crean: la carretera, al final, se hizo por donde estaba proyectada, y partió en dos el anfiteatro.

Ya en el XIX Posidonia se consolidó como parte de las rutas culturales llamadas Grand Tour. Los europeos que se preciaban debían cruzar Europa de norte a sur conociendo sus lugares clave. Chateaubriand, Goethe, Lord Byron... todos pasaban meses viajando, dibujando, tomando notas, impresionándose... y muchos de ellos terminaron en Posidonia. Se encontraban con la síntesis de lo que habían visto y, posiblemente, lo más antiguo y bello que podían admirar. Muchos entendieron que el arte es repetición, y que el concepto de evolución difícilmente puede aplicarse en una disciplina tan humana. Aquellas construcciones, a las que le pusieron nombres que seguramente nunca tuvieron, como la Basílica o el templo de Ceres, parecían desafiar cualquier cosa que pudiera haber habido o haber en un futuro, incluso con su aspecto ruinoso y senil. Era, metafóricamente, el orgasmo del artista. Posidonia fue; y poco importa lo que sea en el futuro, porque quien está seguro de sus cimientos lo está también de su devenir. En el museo de Paestum, el estilizado Tuffatore -zambullidor- se lanza al agua sin preocuparse por lo que deja atrás. Algunos creen que es un alegoría de la muerte, porque se encontró en su tumba. Quizás lo que sea es una alegoría de la vida, de esa vida que se ha vivido feliz y, por lo tanto, puede terminar feliz.

En estos momentos aciagos para el sur de Europa, Grecia e Italia entre ellos, cabe recordar lo que encierran esos bloques de piedra sólida que levantan erguidas columnas dóricas: el nacimiento del placer por el conocimiento, el concepto de democracia como mejor forma de gobierno y, en buena medida, el pilar de lo que hoy en día conocemos como arte. Todos, en buena medida, somos hijos de esos griegos que navegaron buscando lugares donde crear; algunos de ellos llegaron a las costas de la Campania para consagrar su nueva ciudad a Poseidón, rindiendo tributo así a los mares que les habían sido propicios para encontrar aquellas tierras bendecidas. Si hoy en día levantaran la cabeza nos dirían que no nos avergonzáramos de quienes somos, y que deberíamos pensar cómo avanzar sin renunciar a nuestras raíces. Eso es lo que las columnas de los templos de Paestum nos repiten con eco y en tono alto. Vale la pena escucharlas. 


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