El constitucionalismo “sin padres” y el proyecto de Constitución de Ecuador
http://www.razonpublica.org.co/?p=157
Procesos constituyentes pasados y actuales
El 25 de julio de 2008, día del natalicio de Simón Bolívar, y bajo el circunspecto rostro del mártir de la libertad de pensamiento que fue Eloy Alfaro, la asamblea constituyente ecuatoriana aprobó su proyecto de Constitución. Se cumplió de esta manera con el plazo previsto en el referéndum de convocatoria, aunque los problemas durante los ocho meses de trabajo no dejaron de acontecer; entre ellos la renuncia del primer Presidente de la Asamblea, que fue sustituido por el Vicepresidente, o las tensiones políticas propias del proceso.
En efecto, quien crea a estas alturas que elaborar una nueva Constitución en América Latina en la actualidad es como hace cincuenta años se equivoca. Una década antes, los constituyentes ecuatorianos de 1998 debieron finalizar apresuradamente sus debates en un recinto universitario y no en su foro original; y el pasado mes de noviembre, por poner otro ejemplo, los miembros de la asamblea constituyente boliviana tuvieron que ser desalojados de Sucre como fugitivos a altas horas de la noche ante la posibilidad real de que se atentara contra sus vidas. Ocho meses después de aprobado el proyecto boliviano, aún no ha podido ser sometido a referéndum. Qué diferencia con aquellas constituyentes de otros tiempos, donde la tranquilidad, el orden y la honorabilidad de los asambleístas predominaban como principales atributos del proceso.
¿Qué ha sucedido en estas últimas décadas para que la situación cambiara tan drásticamente? ¿Vivimos acaso procesos más desorganizados, de democracia de aluvión -de multitud, como podría decir Negri-? Sin duda, en alguna medida es así. Pero no sólo eso; los procesos constituyentes son, por su propia esencia primigenia, desordenados, tumultuosos, con su propia tectónica difícilmente entendible por el poder constituido. Aunque parezca paradójico, lo cierto es que poder constituyente y poder constituido han sido, desde su creación, conceptos contrapuestos, pero interdependientes. Antes del poder constituido no está el vacío: está el khaos griego -al que se refiere Hesíodo en la Teogonía, y del que surgen el resto de dioses-, esto es, el poder constituyente en su esencia. El pacto, diría Rousseau, legitima el contrato, de la misma manera que la política legitima la Constitución.
A medida que el poder constituyente marca sus diferencias con el constituido, con todo lo que ello conlleva de replanteamiento de conceptos como el de legitimidad o representación, dados por definitivos quizás prematuramente, cada uno se refugia en su naturaleza: el poder constituido, en la institucionalidad y el orden inalterable, y el poder constituyente en la locura original y en el desorden primigenio. Cada uno mira al otro de soslayo, las desconfianzas son mutuas. Es inevitable, porque se necesitan y dependen el uno del otro. El poder constituido obtiene su legitimidad del constituyente, y éste sabe que su ebullición es una facultad extraordinaria que acabará separando sus componentes y destilando el producto legitimado y legitimador, a medio camino entre uno y otro, denominado Constitución. Una limitación, el carácter no permanente de la asamblea constituyente, que junto con otras, como la ineludible representación o la indelegabilidad del poder, deberían centrar los estudios de teoría política presente y futura.
Los “padres” de la Constitución
Es justamente este cambio radical en la tectónica constituyente, en sus componentes y en su intensidad, la que diferencia al viejo y al nuevo constitucionalismo latinoamericano. Aprobar una Constitución en el pasado era relativamente fácil; se trataba de una concertación de elites, realizada por medio de sus representantes, donde los acuerdos se fundamentaban en unos intereses comunes. La brevedad de los textos contrastaba con los profusos discursos decimonónicos, que después tenían dificultades en traducirse en un articulado revolucionario por más que el propio concepto de constitucionalismo, en su origen, esté ineludiblemente vinculado al de revolución. La flexibilidad con que las constituciones podían ser modificadas por el poder constituido otorgaba cierta seguridad de futuro en poder cambiar aquellas cosas que, por osadía o descuido, podrían haber sido aprobadas en contra de los intereses principalmente representados. La mayoría de la población permanecía al margen de los cabildeos y las negociaciones, como espectadores indiferentes de una función que se desarrollaba sin su participación. Los que conciliaban y redactaban eran denominados padres de la Constitución.
El actual constitucionalismo latinoamericano es un constitucionalismo sin padres. Nadie, salvo el pueblo, puede sentirse progenitor de la Constitución, por la genuina dinámica participativa que acompaña los procesos constituyentes. Desde la propia activación del poder constituyente a través de referéndum, hasta la votación final para su entrada en vigor, pasando por la introducción participativa de sus contenidos, los procesos se alejan cada vez más de aquellos conciliábulos de sabios para adentrarse, con sus ventajas y sus inconvenientes, en su propio caos, del que se obtendrá un nuevo tipo de Constitución: más amplia y detallada, con mayor originalidad, más capacitada para servir a los pueblos, cercana de nuevo al sueño revolucionario.
El proyecto de Constitución de Ecuador es el último exponente de este paradigma constitucional que está revisando el propio concepto de Constitución. No sólo porque profundiza en los avances que ya se dieron en la Constitución de 1998, sino porque es capaz de revisar las deficiencias de aquélla, aportar nuevas soluciones a los nuevos retos planteados e innovar en conceptos hasta ahora sólo construidos por la doctrina, principalmente europea y latinoamericana, como la propia condición de “Estado constitucional de derechos” que define el primer artículo de la propuesta constitucional.
El proyecto de Constitución de Ecuador
Si el nuevo constitucionalismo latinoamericano no es un constitucionalismo breve ni sencillo, tampoco lo es el proyecto de Constitución de Ecuador. Con 444 artículos, preámbulo y demás disposiciones aparte, es capaz de incorporar nuevos derechos con sus garantías, formas institucionales diferentes a las habidas, y mecanismos de democracia participativa impensables en otras latitudes. La carta de derechos no sólo es modélica por su amplitud, sino por los procedimientos que incorpora para su efectiva realización. El carácter ambientalista del proyecto está claramente marcado, y la naturaleza pasará a ser sujeto de derechos, cuya garantía podrá ser accionada por cualquier ciudadano y tutelada por los jueces. Los derechos de los pueblos indígenas, sin llegar a impregnar el texto de la forma como lo hizo el proyecto boliviano, están reconocidos en el proyecto.
La otrora denominada constitución económica adopta ahora el nombre de régimen de desarrollo, cambio que no es en vano: la economía del país no tiene por objetivo el crecimiento sin más, sino “la realización del buen vivir, del sumak kawsay“. El concepto indígena del buen vivir, que ya se mencionó en el artículo 8.I del proyecto de Constitución de Bolivia -vivir bien o suma qamaña-, es ahora la piedra angular de todo el proyecto ecuatoriano y, por ende, de la acción del poder público y de buena parte de la actividad privada. Las decisiones acerca de la soberanía alimentaria, la soberanía económica -que incluye, entre otras cosas, la regulación del sistema financiero o los límites al endeudamiento público-, la propiedad o el trabajo tienen un común denominador: conseguir el buen vivir de la población. Buen vivir que es considerado como el desarrollo para hacer efectivos los los derechos sociales, entre ellos el hábitat y la vivienda, la salud, la educación y la cultura.
Si el nuevo constitucionalismo latinoamericano apuesta por la paz y la integración, también lo hace el proyecto de Constitución de Ecuador. El Ecuador será un territorio de paz, y no se permitirán las bases militares extranjeras en territorio ecuatoriano. Si bien el proyecto no expresa tan rotundamente como el texto boliviano la renuncia a la guerra de agresión, no será difícil para la futura Corte Constitucional derivarla implícitamente de los varios artículos constitucionales que muestran una clara dimensión pacifista. La integración latinoamericana, por otro lado, será crucial en el nuevo entendimiento de las relaciones internacionales. Una integración entendida no como cualquier acuerdo comercial, sino como un proceso de dimensiones sociales, políticas, económicas, monetarias y de cooperación militar, cuyo objetivo es el fortalecimiento complementario de la región con reconocimiento de las asimetrías.
Por otro lado, si el constitucionalismo latinoamericano plantea nuevos modelos de participación democrática, el proyecto constitucional ecuatoriano no se queda atrás. Institucionalmente, se crea la función de Transparencia y Control Social, formada por aquellos órganos fiscalizadores que hacen realidad la aseveración constitucional de que “el pueblo es el mandante y primer fiscalizador del poder público, en ejercicio de su derecho a la participación“. Una función de la que forma parte el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, instancia de representación de la sociedad civil organizada. Además, se introducen elementos de participación directa, como el mandato revocatorio para todos los cargos de elección popular -ya presente en estas condiciones en la Constitución Bolivariana de Venezuela de 1999 y en el proyecto de Constitución de Bolivia de 2007- o la minuciosa regulación de las campañas electorales.
Para finalizar, si el constitucionalismo latinoamericano es capaz de marginar al poder constituyente constituido, y reivindicar toda la fuerza constituyente para la introducción de modificaciones en la Constitución, también es el caso, en buena medida, del proyecto de Constitución de Ecuador, aunque cierto es que con menos intensidad que algunas de los textos precedentes. El poder de reforma delegado en los órganos constituidos no ha quedado conjurado del todo en el proyecto constitucional, y una parte de la Constitución -aquella que no altere su estructura fundamental, o el carácter y elementos constitutivos del Estado, que no establezca restricciones a los derechos y garantías, o que no modifique el procedimiento de reforma de la Constitución- podrá ser modificada por el parlamento. Se trata de una de las sombras del proyecto, aunque no esencialmente preocupante porque, por una parte, sustrae del poder constituido la posibilidad de modificar aspectos sustanciales del texto, y por otra incorpora la iniciativa popular tanto para la propuesta de enmiendas y reformas constitucionales, como para convocar al máximo exponente del cambio constitucional: la asamblea constituyente.
En definitiva, el proyecto de Constitución de Ecuador es un fiel y, por el momento, último exponente del nuevo constitucionalismo latinoamericano, el constitucionalismo sin padres. En el caso de que el pueblo ecuatoriano la apruebe en la consulta convocada, no cabe duda de que servirá para avanzar en la democracia participativa, en los derechos sociales y colectivos, y en una nueva institucionalidad propia del transcurso, siempre repleto de obstáculos, hacia un Estado constitucional, y será referente obligatorio para futuros procesos en el marco del nuevo constitucionalismo.
Comentarios