¿Lima la horrible?


Cuando Salazar Bondy tildó hace casi cincuenta años a Lima de horrible, no sabía lo que le esperaba. Todavía Castañeda Lossio no había convertido una vía expresa exactamente en lo contrario al quitarle varios carriles para hacer circular unos autobuses que no acaban de llegar de Corea, o de donde diablos estén, ni la entrada oeste a la ciudad llevaba un año obstruida por unas obras en Grau que nadie sabe cuándo acabarán. Cuando Julio me dijo que necesitaba dos horas para ir a Breña, yo creí que se refería a una localidad lejana, no al mismo centro de Lima, donde tuve que ir yo -y tardar las dos horas- para que me colocaran un sello en Migraciones. De levantarse en estos días Salazar Bondy de la tumba, volvería sin remilgos de nuevo a ella: en los años cincuenta, la avenida Arequipa, desde Javier Prado hasta el óvalo Miraflores, era la avenida Arequipa, ese paseo entre noble y adusto bordeado de casonas, muchas de ellas ahora sacrificadas para construir moles, verdaderos ejemplos de fealdad; y las casas miraflorinas, que tanto gustan de describir Vargas Llosa o Jaime Bayli -formalmente, diferentes como el cielo y la tierra; materialmente, no tanto- pierden sus rejas blancas y sus puertas luminosas a cambio de cemento elevado en muchas más plantas de las que uno pudiera creer. En uno de sus últimos escritos, Travesuras de la niña mala, Vargas Llosa nos recuerda la expresión de Salazar Bondy justo cuando no toca. Ni es el momento -la Lima de la Tiendecita Blanca, que aún pervive pero ha abandonado todo el encanto que debió tener- ni el lugar, una de las peores novelas de Vargas Llosa. Cosas de mezclar la moralidad con las vivencias.

Con todo lo que les digo, puede parecerles que me incorporo al carro de los críticos. Pero nada más lejos de la realidad. A mí Lima me gusta, y me sorprende haberla descubierto recientemente. Lo primero, ese olor a salitre en el circuito de playas -nunca dejen de llegar a su destino por él, cruzando el Callao y Magdalena del Mar-; después, todo lo demás. Lima es una sorpresa detrás de cada sorpresa; los recovecos en Miraflores, los atardeceres de Barranco, los misterios del centro. Sería inacabable una lista de cosas que debe hacer en Lima, casi tan larga como las que no debe hacer. Habrá que dejarlo para otra ocasión.


Pero, si algo le recomiendo en particular, es disfrutar de los sabores limeños del mar. Si quiere gastar, reserve en Astrid y Gastón, en la calle Cantuarias de Miraflores, o relájese en A puerta cerrada, en el interio de Barranco. Encontrará comida peruana fusión bien regada con pisco souer o sus variantes (maracuyá souer, particularmente recomendable). Pero si ese mes no cobró, vaya al Rincón del Bigote, en la Juan Gonsálvez, cerca de la Christmas Store. No se amedrente al ver la entrada, siéntese en una de las mesitas de la terraza y pídase unas almejas a la chiclayana, una jalea, un arroz con marisco y, en particular, no se pierda el enrollado de pejerrey. Todo bien rociado con una cusqueña heladita, da igual que haga algo de frío, da para ello. Saluden a Bigote de mi parte, y ya sabrán por qué se le llama así. Gracias, Alfredo, por la recomendación del lugar, uno de tantos sitios que servirán para cuestionarse la calidad de horrible de la capital del Perú.

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