La luz al final del túnel




De pequeño mi madre me subía al tren de un par de vagones que salía de Teulada, y que cruzaba por una garganta donde en la piedra sólo se veían algunos arbustos de secano. Pegado al cristal observaba los precipicios; es la única imagen que recuerdo, además de la estación, detrás de la Mistelera, el enorme reloj y el mapa de cambios del tren dentro de la caseta. Y del túnel.

No era un túnel largo, pero cuando uno es pequeño lo normal parece enorme. De los túneles aprendí las treguas de la oscuridad y la sensación de ver la luz al fondo. Creo que esa luz no me gustó. La luz se asomaba al principio, avisaba, y de repente ya estaba allí, confundida con el pequeño mundo del vagón. La luz al final del túnel representaba el regreso a lo que se ve, el fin del misterio, la venganza de lo conocido.

Nunca me ha hecho mucha ilusión la luz al final del túnel. Es una luz que llega cuando uno no lo pide, como una visita molesta en un momento de intimidad. Por eso, en días como hoy, con dos noches sin dormir, cansado y oliendo a día y a noche y a día, veo la luz que no he elegido al fondo del túnel. ¿Hubiera preferido que fuera un poco más largo? Quizás sí; la oscuridad es lo nuevo, lo propio, la oportunidad no deseada. No siempre tenemos acceso a ella, y eso la hace sutilmente atractiva. Ya sé lo que no me gusta de todo esto: se decide cuándo se entra en el túnel, pero no cuándo se sale, y eso es quizás lo que me molesta.

Comentarios

K. Dabaje ha dicho que…
Sin alardes transmite y transmite para quedarse.

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